Salía cada día a pasear su
fox terrier desde hacía semanas, meses y años…
Hoy camina entre farolas
apagadas y arboles sin hojas, sobre unas baldosas que ya conocen la forma sus
pasos. Se siente extraño rodeado de las miradas de los vecinos que lo ven
pasar. Por las mañanas, esos ancianos con boinas de franela y gafas oscuras; y,
por las tardes, antes de cenar solo y
viendo el informativo de la 1, esos jóvenes con gorras y fumándose un porro.
Todos parecen observarle con ojos sospechosos, como si fuera un extranjero en
el entorno, un paseador extraño con la correa en una mano y una bolsita de
plástico para recoger los excrementos, en la otra.
En cada paseo, sus débiles
pasos le dejan más desarraigado. Y eso que ha vivido en el barrio toda la vida. Se para a
fumar un cigarrillo en el parque. Muchos amigos se han ido lejos y los que
quedan… Mira a lo lejos, a la autopista de las afueras. No se le ocurre con quien charlar esta tarde, tomarse un café, sonreír y observar a
las chicas que caminan por el paseo. En los inicios de las redes sociales, todo
pareció cambiar. Cuando ellos estaban pendientes de enviar y recibir solicitudes
o colgar fotos, él seguía con sus excursiones de fin de semana tomando fotos
del amanecer desde lo alto de una montaña…
Pero siempre recordaba sus
cumpleaños. Los llamaba para felicitarlos, aunque cada vez menos se acordaban
de felicitarle el suyo. Cuando intentaba quedar, todos parecían ocupados. Y
cuando algunos empezaron a acabar carreras universitarias y a trabajar en
sitios que no tenían nada que ver con lo estudiado, tener novía formal e
incluso casarse, mucho más. “Nos vemos para hacer un café, ¿vale?”, le decían
muchos. “Sí, claro, ¿pero cúando?” se preguntaba él. No quería molestar y él
también cada vez se comunicaba menos. “Deben estar ocupados”, los disculpaba.
Deja caer el cigarrillo sobre
el camino de arena mientras una señora mayor lo observa. Pone la planta del pie
y lo apaga con leves movimientos circulares.
En esa maldita excursión, se
atrevió a subir esa pared de rocas tan complicada. Las manos sudadas, un pie
que falla... Horas de espera, un grupo de
excursionistas lo encuentra, estirado en la hierba, con las rodillas
destrozadas...
En plena recuperación, buscó
compañía en sus viejos amigos: a los que había ayudado a ligar en la discoteca,
prestado un libro que no le importaba compartir
sin pensar en que se lo devolvieran, acompañdo al banco para pedir un crédito
para hacerse un "tuning".
Se levanta, tras el segundo
cigarrillo. Sigue la ruta habitual, paseando la correa tras de sí. Se detiene
en el estanco. Entra, alarga el billete, el estanquero le devuelve el cambio con la cajetilla de tabaco rubio.
Se volcó por una época en las redes sociales, poniendo fotos de paisajes a los que ya no podía gozar. Muy pocas veces le ponían un “like” o le comentaban. Y en los mensajes que enviaba a sus contactos, como darse golpes contra una pared: “Esta semana ceno en casa de los suegros (…), la otra me voy a pasar el fin de semana fuera (…). En un par de meses, te digo algo… y nos tomamos un café”.
Se volcó por una época en las redes sociales, poniendo fotos de paisajes a los que ya no podía gozar. Muy pocas veces le ponían un “like” o le comentaban. Y en los mensajes que enviaba a sus contactos, como darse golpes contra una pared: “Esta semana ceno en casa de los suegros (…), la otra me voy a pasar el fin de semana fuera (…). En un par de meses, te digo algo… y nos tomamos un café”.
Cuando expresó
la preocupación que sentía por la salud de su fox terrier, no recibió ni una solitaria palabra
de ánimo…
Saca el móvil, enfocando a la copa del arbol. Capta el leve movimiento del viento sobre los nervios de la hoja marrón. Luego, enfoca a la nube de gases que emanan de la fábrica de enfrente la playa. Al acabar, comprueba la pantalla. Como de costumbre, ningún nuevo whatsapp. Acarícia
suavemente la correa entre sus dedos y un escalofrío lo invade. Le quedan pocos
amigos en la agenda y se cansó de grupos que no paraban de
colgar mensajes, chistes o fotos sacadas de internet.
Sigue acariciando la correa, impregnado de sus rutinas: primer paseo, trabajo, comida de tupper en la
oficina, más trabajo, volver a casa, segundo paseo, telediario de la 1, cena. Y
los domingos en casa de sus padres, que cada vez se hablaban menos y, cuando lo
hacían, era a gritos. Y en navidades, reuniones familiares viendo a sus primos
con los que no tenía nada en común…
Vuelve a guardar el móvil en
el bolsillo de su abrigo. Se levanta, dando la espalda a un corrillo de chavales que juegan a pelota. Así hace el camino de regreso
a casa. Día a día, con la mirada más baja, como queriendo buscar algo
insignificante, un papelito arrugado o una moneda de cinco céntimos... Y sube
los escalones, voltea la llave y entra en casa. Deja la bolsa de plástico sin
usar en el cajón de la cocina y la correa sobre la mesita del recibidor.
Ya no oye nada más, hasta se
le acabaron los ladridos…
Del extremo de la correa, no
ha estirado nadie desde hace meses...
Me gustó tu relato. Triste, muy triste...no me esperaba el final. Te deja con un nudo en la tripa. Tomaré el tiempo de leer tus otros relatos. ¡Felicidades! Lorena Sama
ResponderEliminarMuchas gracias Lorena. Sí es verdad que no suelo escribir algo tan dramático y celebro que haya podido transmitir algo tan crudo, de manera que sea agradable a la lectura. Estaré encantado de que me prestes tu tiempo para leer mis otros relatos. ¡Un abrazo!
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