Ainhoa
Ainhoa cierra
la ventana, le ha entrado frio y se sienta, casi saltando sobre la silla de
oficina gris. Allí, no para de moverse, inquieta. Observa el cenicero repleto
de colillas, el paquete de folios de la marca Guarro. “¡Eso es lo que tú eres!”, masculla. Y la hoja a medio escribir que cuelga de la Olivetti acabada de
heredar de su abuelo. Al lado, un cubo de basura con sus predecesoras de papel,
arrugadas. Ainhoa se levanta. Vuelve a sentarse, tarareando adjetivos que
puedan casar con el único personaje que tiene mínimamente definido, el alter
ego de Javi, que la acaba de dejar para enrollarse con otra. Pasea sobre las baldosas en forma de rombo del
altillo, a pasos cortos y nerviosos, en círculos rodeando la mesa, casi
flotando en el aire. “Parezco la
protagonista de un anuncio de compresas”, murmura. Se sienta de nuevo enfrente
de la máquina de escribir, observa la hoja, se levanta por enésima vez. Flota enfrente
las viejas librerías repletas de folletos, revistas y libros llenos de polvo.
“Un día de estos tengo que limpiar”, se ordena sin demasiado émfasi. Los mira, de
arriba a abajo, de derecha a izquierda, en diagonal y del revés, como buscando
algún tesoro escondido entre sus páginas que le haga encender la mecha… para quemar su historia con Javi y construir
una nueva, alternativa, surgida de su iniciativa y no la de él. Busca palabras,
frases, nombres para personajes secundarios, para la heroína del relato. “Sería
demasiado obvio llamarle Ainhoa”, razona. Ahora mira por la ventana, ahora se acomoda
incómodamente en el sofá decorado con un cubre verde oscuro, con algunas
quemadas de los porros de Javi. Busca en el diccionario palabras al azar, a ver
si se inspira “maleta, consolador… piano, jamón…baúl, pez…”, recita. Nada, no le
viene nada con los binomios. “Esto no tiene nada de fantástico” , piensa. Luego,
agarra la escoba y barre el polvo acumulado, las migajas de pan y los restos de
tabaco de liar, escondiéndolo todo junto bajo la alfombra, excesivamente cara,
comprada en el gran bazar de Estambul (Ainhoa no tiene paciencia ni para
regatear, lo quiere todo “ya”). Ainhoa prepara un cigarrillo, marca Pueblo.
“Ahí debo volver, ahí si me tratan bien”, susurra. Fuma sin apenas reparar en
que está dejando caer las cenizas sobre la mesa baja de Ikea. “¿Cómo se
redecora mi vida sin Javi?” proclama al aire. Se incorpora, busca el móvil,
reafirma que no tiene ningún mensaje de él, “capullo”, dice con voz
suficientemente alta para que le oigan los vecinos. Baja a la planta principal,
va a la cocina, prepara un bocadillo con mucho tomate, mucho aceite y mucho
chorizo que le han enviado sus padres y agarra, por si acaso, una tableta de
chocolate del cajón superior. “Adiós, dieta”, proclama. Ainhoa regresa al
altillo, se sienta, coge el tipexx de “escobilla” y borra la última línea. Y
luego la penúltima. Así que se queda sólo con el título. Pasa de la narrativa y
prueba con la poesía. Le sirve el mismo título. “Al menos, no tengo que empezar
de cero”, se convence. Abre una lata de cerveza, intenta concentrarse. “Imposible.
¿Qué rima con imbécil?”, se interroga. Chasquea los dedos y rota los hombros,
hace ejercicios de estiramientos que le conducen a borrar, al fin, también el
título. Saca la hoja, la gira del revés (manchando la máquina de líquido blanco
pues no le ha dado tiempo para secarse). Se levanta. Los estiramientos la han
hecho sudar. Ainhoa abre la ventana, le ha entrado calor y se sienta, casi
saltando sobre la silla de oficina gris. Allí, no para de moverse, inquieta. Observa
el cenicero repleto de colillas, el paquete
de folios.…