Parapetado y protegido por las gafas de
sol, observa a su alrededor, anónimo entre la multitud de gente habituada a
pasar dos meses seguidos entre la arena. Cerca, un niño de ocho años,
correteando con una pelota azul y varias familias con sombrillas mastodónticas,
comiendo tortilla de patatas de los tuppers,
sentados en sillitas de hierro medio oxidadas…
Aquella playa le recordaba los muchos
veranos que había estado en un sitio como éste. Recuerda las primeras discusiones de sus padres que acabaron en
divorcio cuando apenas iba a la guardería.
Después, el divorcio, y poco más tarde, no volver a ver a su padre, que
se fugó buscando su propio mar en calma. Desde entonces, todos los tormentosos veranos
de niñez, yendo de la mano de su madre, esbelta y jovial, saliendo a comer un
helado. Cada Agosto tenía un padre distinto que le pagaba esos helados. Y las
entradas al circo, y las horchatas refrescantes, y las excursiones en barca con
su madre y los menús infantiles en restaurantes caros. Con sus ojos de niño,
podía ver como ella, sin pudor, acostada cada verano en arenas de distintas
texturas, les metía descaradamente la mano bajo el bañador.
La pelotita del niño, rebota contra sus
pies. Le pide amablemente que se la devuelva, sin pedirle perdón. Tiene la
misma mirada inocente como la que tenía él a su edad. Esboza una pequeña
sonrisa, educada. La primera del día, quizás de la semana o del mes. El niño se
gira, con la pelotita en las manos, sin darle las gracias.
Pasó la adolescencia entre historias
románticas sin final feliz y sinsabores, siempre mas agrios que dulces. No
podía enamorarse, el tiempo era escaso, y con absoluta probabilidad, al verano
siguiente no repetiría el lugar de veraneo. No importaban más que los momentos,
los únicos cálidos de Agosto, bajo el muelle y la luna veraniega. Se volvían
helados cuando comprobaba que, cuando más se acercaba al final, las caras de
las chicas más se parecían a ella.
Da un paseo de unos minutos por la
orilla. Un par de chicas paseando en dirección contraria se paran en cuando lo
ven. Le preguntan si tiene un cigarro. Niega con la cabeza. Se miran
sonrientes. Le invitan a tomar una copa esta noche. Apuntan sus números de móvil
en un papelito. “No te olvides de llamar” le recuerdan antes de despedirse.
“¿Ya has ligado otra vez?” le pregunta
su madre al volver a la toalla “No paras ¿eh?” Como si todo el mundo fuera como
ella, reniega con voz imperceptible… Rompe sus pensamientos, abruptamente, el
niño de antes que pasa corriendo a su lado, llenándole de arena.
Entrando en la mayoría de edad, ha
seguido penetrando a marchas forzadas en los callejones oscuros de la noche. De
día, trabajando en cualquier restaurante de la zona. Sus amistades le han
durado lo mismo que el paso de los turistas. Las cervezas de después del turno
de noche, con otros cocineros y camareros venidos de la España interior, le hacen
no morir de asco en la tediosa y mecánica tarea de servir sangrías, paellas y
calamares a la romana.
“Joshua, ven aquí” oye chillar a una señora
con bañador de flores a pocos metros de él. “Estate quieto”. Se asombra de la
contradicción evidente de las órdenes de la señora y agradece tener un nombre de lo más común. En eso, sólo
eso, ha tenido más suerte que el niño.
Guarda pocos recuerdos gratos de los
Julios y Agostos vividos hasta ahora. Cada época, con su conclusión, la
redacción sobre el verano del primer día de clase, los exámenes de recuperación
o el fin de contrato antes de volver a la ciudad.
En su día libre tiene que aguantar ver a
su madre hablando con un empresario divorciado de pelo canoso. Ella no
disimula, poniendo en práctica su habitual rito de coqueteo. Lo ha visto
demasiadas veces como para no anticipar con total precisión. La ve moviendo
suavemente la cintura hacia él, para que pueda observar lo bien que conserva su
cuerpo.
—Vamos a comer, recoge las cosas. Nos
invitan— le ordena unos minutos después.
Él recoge la toalla, parsimonioso,
siguiendo sus pasos. De nuevo la dichosa pelotita de Joshua le golpea. No sabe
si aguantará otro verano más. Quiere dejar de sentirse permanentemente un niño.
Con la mirada perdida entre el chiringuito y el puesto de piraguas, envía muy
lejos, de un fuerte puntapié, la dichosa
pelotita azul. Rodeado de miradas incrédulas, habiendo perdido su anonimato, arrastra
pesadamente los pies tras su madre.
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