Observa el cielo oscuro
sin ninguna nube a primera hora de la tarde. Ha seguido con su rutina sin saber
porqué. Paseo por La Ramblas como cada día, un par de horas de cruzarse con
turistas japoneses, grupos de nórdicos de piel rojiza, las estatuas humanas que
se mueven al tintineo de las monedas que caen en las cajas enfrente de ellos.
Hoy ni tan siquiera los ha ayudado tirando un par de monedas de euro. Los pájaros
en las jaulas que apenas escucha, las flores hoy marchitas a sus ojos o las
dibujantes de los que a menudo toma ideas prestadas no significan nada hoy. Una
caña y una ración de bravas en un bar de la plaza reial le han abierto el
hambre, un signo de que a pesar de todo, aún esta vivo, aunque en este momento,
a él no le alegre la sensación. El ruido del estómago ha movido sus piernas
para, siguiendo su rutina inconsciente, llevarle una vez más al bar de su viejo
conocido Alfonso.
—¿Qué haremos hoy, señor
Luis? Hoy tengo un cocido muy rico.
Luis asiente con un
ligero movimiento de cabeza. Siguiendo con sus ojos las palabras del menú
escritas en perfecta letra de imprenta, piensa en lo sucedido hoy. No está su
mente conectada, su cerebro esta ahora mismo en negro. No es capaz de responder
a las preguntas del amable dueño del bar.
—¿Vió el partido anoche?,
¿Este año parece que sí tenemos equipo, verdad? —pregunta Alfonso mientras seca
sus manos en el delantal. Desiste al comprobar que hoy, no es buen momento para
conversaciones triviales. Mientras atiende las otras mesas tiene el rabillo del
ojo atento a las tremendamente inexpresivas acciones de Luis: colocarse la
servilleta encima sus muslos, servirse apenas un dedo de vino tinto de la casa,
utilizar indolentemente el cuchillo y el tenedor o sonreír bruscamente cuando
le sirve el segundo plato.
Regresa a su piso en el
Raval con las palabras del doctor zumbando en todos los rincones de su cerebro.
Incertidumbre, espera eterna viendo como la bata del doctor se ha vuelto morada
en su retina, un morado oscuro, como de sangre densa y viscosa. El azul claro y
los tonos blancos han desaparecido al instante. Se le ha helado el rostro por
la súbita bajada de temperatura en esa habitación impersonal con camilla y
posters de la anatomía humana. Le ha
dado la sensación de envejecer a velocidad luz, su pelo canoso o su barba
desaliñada, las gafas Armani, el hoyuelo en la mejilla y su cutis cuidado
gracias a cremas matutinas ya no le dan un aspecto saludable y jovial a sus
cincuenta y tantos. Su robusto cuerpo formado en excursiones a la montaña
empequeñece cuando se ve reflejado en los ojos del doctor. Habrá que esperar a
los resultados de las pruebas.
Luís da un portazo que
hace temblar los cimientos de las paredes de sus cuadros colgando. Se dirige al
mueble bar y rompe todas las botellas en la encimera de la cocina, ya estén
llenas o a medio acabar. Golpea con rabia una y otra vez la puerta de la nevera
y luego vacía uno por uno cigarrillos rotos que se mezclan con los restos de la
comida de anoche. Llega a casa y cae rendido en el sofá. Con sus manos en el rostro,
encadena sollozos y lagrimas.
Unos días antes se quedo
sin dormir al ver el calendario y recordar que el día 2 fue el cumpleaños de su
hija y no tuvo las narices de descolgar el teléfono, comerse su orgullo y hacer
las paces. Posiblemente unas pocas palabras de arrepentimiento hubieran
bastado, pero no pudo, se lo merendó el miedo. Se maldecía, no siempre tu hija
cumple treinta. Más de tres primaveras sin hablarse.
Unos días sin salir de
casa. Como un autómata se mueve por el piso. Apenas duerme, come y deja su
huella pegada en el sofá. Las jardineras del balcón se han quedado
completamente secas, si no ha sido capaz de insuflarse vida a sí mismo, menos
ha podido con las flores. Sólo ha entrado al estudio una vez, se ha sentido
foráneo a sus propios lienzos y ha comprobado con horror como su paleta se ha
degenerado al mismo ritmo que el mundo que lo rodea. Sin darse cuenta, se ha
quedado sólo con colores apagados, fríos, sin vida.
Se encuentra en el
umbral de la desesperación absoluta. En una última reacción de animal luchando
por su supervivencia, sale al portal a observar si sigue habiendo vida en los
árboles del parque de enfrente. Comprueba con resignación que las hojas aun no
han dado con su verde característico. Vuelve sobre sus pasos abriendo el buzón
y agarrando cartas y folletos de publicidad. Pesadamente sube las escaleras,
entra en su piso y deja el papeleo esparcido en el mueble. Sobresale una
fotografía de entre toda la pila. La coge entre sus dedos. Observa una playa
blanca, una toalla tendida en la arena al lado de una palmera y un mar azul
cristalino ocupando el horizonte. Desde un lugar lejano, un viejo amigo le ha
escrito cuatro líneas de recuerdo, desde su luna de miel en un país caribeño.
Cierra los ojos y los vuelve a abrir para comprobar si es real lo que ha visto.
No solo eso, sino que al echar un vistazo a su alrededor, las paredes, las
alfombras e incluso el sofá con el molde de su cuerpo ha ganado color. A pesar
todo, quizá los colores de esa playa le muestren que no todo esta perdido.
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